dijous, 28 de març del 2013



Otra forma de corrupción
Eduardo Ariño
Hay partidos que, gobiernen o no por estos pagos, cuando el Gobierno central es de distinto signo político le critican determinadas decisiones o reivindican la toma de otras. Pero si después mandan ellos en Madrid pasan a olvidar de repente sus demandas, aunque allí se adopten las mismas o parecidas medidas. Valgan como ejemplo los cambios de criterio experimentados en materia de prospección de hidrocarburos, en cuestiones hidrológicas, de financiación autonómica o de infraestructuras. Ante el adversario político se reivindica lo posible y lo imposible, cosa que nunca se hace cuando es la propia formación la responsable. El asunto, que entraña grandes dosis de cinismo, consiste en desgastar políticamente al otro tratando de permanecer incólume.

Pero es más, muchas veces la labor no se limita a las meras manifestaciones o reclamaciones verbales, sino que se efectúa una activa labor de apoyo o boicoteo. Así, entre otros ejemplos, quien está en disposición de subvencionar a determinadas entidades favorece básicamente a las afines; quien tiene que informar sobre algo a una entidad dominada por el adversario, lo hace en contra o no lo hace; quien puede ceder bienes o competencias los reserva para los suyos; si, estando en un consorcio, la facultad de decisión la llega a tener el otro, se entorpecen las actuaciones, se abandona la entidad o se dejan de pagar las cuotas; si hay atisbos de irregularidad, se recurren las resoluciones o disposiciones dictadas por el adversario, pero se toleran las que emiten los correligionarios. Todo para los nuestros y nada para los oponentes.

Dice la Constitución que la Administración sirve con objetividad los intereses generales, y actúa, entre otros, de acuerdo con los principios de eficacia y de coordinación. La ley obliga a las administraciones públicas a respetar el ejercicio legítimo de las competencias de las demás, a facilitar información recíproca, a prestar cooperación y asistencia activas y a ponderar, en el ejercicio de sus competencias, la totalidad de los intereses públicos implicados. Todo ello en pro del principio de lealtad institucional.

Pues bien, las previsiones constitucionales y legales se olvidan con frecuencia. Al adversario, ni agua. Los intereses generales quedan supeditados a los partidistas. Se viola la objetividad si da votos al contrario o perjudica los propios intereses. Aunque se quebrante el principio de eficacia. ¿Coordinarse con los otros? Nunca, si ello les beneficia más. ¿Prestar cooperación y asistencia activa? Sólo a administraciones públicas dirigidas por el mismo partido. De entre los distintos intereses públicos a considerar, los propios son los prioritarios.

Así se genera un estado de deslealtad institucional, de innoble pugna más o menos soterrada entre determinadas administraciones. Es otra forma de corrupción, comúnmente más ignorada y consentida, que no arrambla directamente con el dinero. El objetivo es robar votos de manera procaz para así mantener el poder, aun a costa de actuar de modo arbitrario e ineficiente. Como siempre, a expensas de los ciudadanos.
Levante emv 19-3-2013

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